Cuando el lobo entró en casa de la abuelita, ella planchaba una
camisa de cuadros. El lobo se puso la camisa del leñador y después se
comió a la abuela.
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DESLUNADO
Se desenamoró de ella. Bajó del árbol despacio y contento. Ella quedó colgada en el cielo negro.
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EL HOMBRE DL LAGO
“Antaño era tronco de higuera, inútil leño, cuando un artesano,
dudoso si hacer un escabel o un Príapo, eligió que fuese un dios…” (Horacio)
Todas
las mañanas un hombre sale a pescar, siempre a la misma hora. En la
orilla, sentado junto a un pino negro lanza el sedal con fuerza. El
anzuelo se hunde lejos. Algunos días un perro de pastor se sienta a su
lado, no ladra, mira las aguas tranquilas del lago y se va con el aire
que sopla al atardecer en el valle.
El
hombre siempre vuelve a casa con la cesta vacía. Saluda a su vecino que
trabaja en el jardín y entra silencioso en casa. Coge un cuaderno de
tapas negras y se sienta en su sillón orejero. Así todos los días, lee,
piensa y escribe, cuando no mira el pino negro del lago desde la ventana
del salón.
Un
día de primavera cayó una gran tormenta, el hombre no volvió del lago,
nadie salió a buscarlo. Su vecino pensó que se había ido igual que vino
hace cinco años: en silencio. Desde entonces el perro acude todas las
mañanas y debajo del mismo árbol a la orilla del lago, mira el punto en
donde se hundió el anzuelo aquel día de tormenta.
Meses
más tarde, en el sillón del salón de la casa vacía, el nuevo habitante
encontró el cuaderno manuscrito. Comenzó a leer atraído por su título:
Apuntes del exilio.-
“1.-
Poco ha cambiado la calle. Desde hace 20 años lo único diferente son
los plátanos, ahora otoñales, y las aceras más sucias por los perros.
Los mismos amaneceres que se transforman del negro al rojo y del malva
al azul mientras mis pasos cortos taconean por las silenciosas baldosas.
Las casas con sus ventanas cerradas, impasibles al frío, enturbian su
mirada con el reflejo gris anaranjado del amanecer urbanizado. Aquel
amanecer fue diferente, no acudí a la oficina. Subí al tren sin billete,
rompí todos los documentos que tenía en la cartera, miré por la
ventanilla el paisaje plano casi sin luz y me dormí.
2.-
Tumbado ahora bajo el pino negro, todavía no me explico cómo pude
llegar a este pequeño lago de los Pirineos. Ha sido un largo viaje que
duró más de 20 años y que no sé si ha terminado. Resecas en el recuerdo,
como las hojas del limonero frente a mi antigua casa, quedaron las
mentiras, los amores silenciosos, las corrupciones del trabajo, la
cálida niñez con sabañones. Miro mi tosco muñecote de madera, que he
tallado como un Baselitz, sonriente y priapesco
3.-
Ahora me siento diferente porque ya no deseo, y a pesar de que toda
persona lleva en sí un deseo supremo que nunca se hará realidad, siento
que el tiempo fluye como algo propio, sin anclajes ni cadenas que otros
te ofrecen para que encalles siempre en el mismo puerto, rodeado de las
mismas naves, bajo el ímpetu del mismo viento.
4.-
Todo transcurre bajo el imperativo de la transformación que inicia el
sol cada mañana. Son los minutos más imprescindibles, el despertar,
cuando la cara verde del monte se ilumina y los pinos tiemblan con sus
risas contenidas. Mis piernas se estiran y de lado levantan sin queja mi
cuerpo aun dormido, sin prisas, con frío y pereza. Todo acontece sin
brusquedades ni roturas reflejo de la superficie plateado del lago,
profundo, muy profundo que ha nadie engaña.
5.-
Las únicas visitas que vienen a esta orilla del lago son las de
excursionistas domingueros. Sueltan sus frases de admiración, sus
ofrendas excrementosas y se van con pena, antes de desandar la pedregosa
subida. El mes pasado empezaron los sobresaltos matutinos, cuando
aparecía en el lago, sentada en la roca negra, con su pelo verde y
mojado: la mujer de Kioto.
6.-
El mundo arroja, en este paraje perdido de los Pirineos, sus residuos
sin apenas detenerse. El mundo de los que van deprisa a todo, de los que
sienten la necesidad imperiosa de expresar su vida a golpe de deseos y
frustraciones. Ese mundo de deseos también deja su fiemo. Ayer junto al
bosque de abetos, cerca del sendero que lleva al pueblo, descubrí el
cadáver congelado de otro inmigrante. El también creyó encontrar la
libertad en el tren de aterrizaje de algún avión de los que llegan y se
van, en época de recogida de frutas.
7.-
Desde que apareció la mujer de Kioto, no sé su nombre, acudo cada vez
más temprano al lago con mis anzuelos y cebos. Ella mira cuanto hago y
mueve su melena al aire, como si estuviese mojada. Su silencio no
provoca inquietud ni ganas de romperlo, insinúa una historia que no
quiere compartir con nadie. En los movimientos de sus manos al aire,
siempre manchadas de barro, se adivinan formas quietas de pequeñas
figuras mágicas.
8.-
Me gustan las tormentas con mucha luz y con más ruido, son momentos
para vivir nuestra fragilidad, que viene de la nada y va a la nada.
Frágil como el paseo de un cristal antiguo con burbujas, entre una
multitud de hombres airados con piedras en los bolsillos.
9.-
La mujer de Kioto aparece siempre entre recuerdos de rayos y temblores
de cantera dinamitada, con los soplidos del bosque horrorizado por la
lejana tormenta. Y yo la miro alegre por su forma de caminar, entre las
figuras de peces que coloca a sus pies y el silencio agudo de los picos
que nos contemplan. Me ha preguntado por el nombre de la montaña del
este y le he ofrecido una taza de te Sencha. Tiene una voz muy aguda,
casi apenas sabe entrelazar los significados de las palabras que
susurra. Me dice que aprendió español en una academia de Zaragoza y
gracias al esfuerzo de un hombre que lloraba cuando sonaban los tambores
en los desfiles religiosos de su pueblo, en honor del torturado y
ajusticiado que agonizó en medio de una tormenta primaveral. Me habla de
la esperanza, de la naturaleza, de las ciudades y de la soledad.
La
mujer de Kioto me contó su historia, al amanecer, cuando su pelo verde
era más gris que las aguas del lago y yo luchaba por recordar cómo había
venido a parar a mi cama, aún caliente, ella y su pez sonriente de
madera de boj…”
El nuevo habitante de la casa dejó aquellos apuntes sobre la mesa de
nogal. Se paseó por las habitaciones, en la mesilla del dormitorio
encontró el pez de madera, con esa pátina amarillenta que el tiempo
abrillanta y que cubre también todos los muebles y objetos de la casa.
Era una figura muy simple, el pez de cabeza abombada, los ojos rasgados,
y con unas escamas muy resaltadas que le daban un aspecto de fiereza y
fortaleza dentro de su apariencia delicada. Por un momento le recordó
algún grabado erótico del reinado de Kangxi en China.
Bajará
al pueblo cuando termine de leer el cuaderno y preguntará si conocen a
la mujer de Kioto, quizás ella le pueda hablar del hombre que habitó en
aquella casa del lago los últimos años. Esa mujer que supo llenar las
horas vacías del solitario habitante con su pintura, su danza y su
perfume de mirto, puede ayudarle a encontrar el muñecote de madera
tallada. En el lago ya no hay peces, al atardecer un olor intenso y
picante destroza cualquier mirada del paisaje fresco
Antes
de ir al pueblo se acercó paseando, como si quisiera recuperar los
paseos del anterior inquilino, a la gran roca que hay junto a un pino
negro, donde los mirlos hacen su nido con cintas magnetofónicas. Allí
encontró cientos de figuritas de barro en forma de peces. Peces de
diferentes tamaños y colores que sólo una imaginación inquieta, fértil y
desligada de la furia de las ciudades pudo alumbrar en aquel lago de
los Pirineos, ahora estéril.
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DESDE LA VENTANA
Desde
la ventana la mujer miraba distraída la calle mojada. Los coches
pasaban despacio porque un camión de la recogida de basuras bloqueaba
uno de los carriles. Nadie tocaba el claxon, como si quisieran respetar
el sueño de los vecinos en aquel amanecer frío y lluvioso.
Después
de desayunar dieron un paseo por las calles cercanas, uno más como
todos los días, pasear para no quedarse quietos en casa. El hombre
tomaba con delicadeza el brazo de la mujer sin esperar ninguna mirada ni
palabra de aquel rostro entumecido, sin brillo y mudo. Al torcer la
esquina de la calle Mistral comenzó a caer una lluvia espesa pero suave,
la pareja no dejó su paso cansino y siguió por la acera desierta.
Conforme
la lluvia aumentaba, la mujer observó cómo las plantas de los alcorques
iniciaban su particular primavera de un modo veloz, los árboles
lanzaron sus ramas repletas de hojas al aire, las hierbas brotaron de
entre las rendijas del baldosado de las aceras con fuerza. Arbustos
leñosos se apoderaban de la calzada y la lluvia arreciaba con violencia.
Parecía que cuanta más lluvia caía sobre la calle más violento era el
crecimiento de la vegetación que ya cubría toda la calzada.
Los
coches se elevaban, entre ramas de naranjos, por encima de la cabeza de
los viandantes que asustados corrían por la calle del tranvía a
trompicones entre malezas y torrentes de agua salvaje. De todas las
calles se oían gritos, bocinas de coches, el retumbar de la lluvia en la
selva de árboles y arbustos leñosos.
Todo
aquello no inmutó a la mujer ni al hombre que la tomaba amorosamente
del brazo. Después ella notó un hormigueo en los brazos y en las piernas
que se palpó sin que cesara el molesto cosquilleo. Se hizo más
inquietante cuando ella sintió que se esparcía por toda la piel de su
cuerpo, y no sabía si era por el agua que le empapaba el abrigo, o por
el agua que le corría por las piernas.
Los
ojos se le llenaron de espanto cuando al mirarse las manos vio que
entre las uñas nacían como unos zarcillos de vid que crecían sin parar,
también los dedos y brazos se cubrían de hojitas verdes, mojadas,
brillantes casi doradas. Comenzó a agitarse angustiada por el horror de
que su cuerpo estuviera transformándose en una vid. Una cepa andante,
vestida con un abrigo verde, de la que sobresalían dos grandes brazos
leñosos preñados de racimos de uva brillante y dorada.
Al
entrar en la habitación el hombre comprendió los quejidos y balbuceos
agitados de Luciana que yacía en la cama. Movía los brazos al aire con
los ojos cerrados, palpándose luego las piernas mojadas.
-Luciana
despierta, tranquila ha sido una pesadilla. Ven levántate, llueve
mucho, verás la calle cortada porque el viento ha derribado un naranjo.
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LUCIANA FILLOLA
“Solo una cosa
ha dejado el ladrón:
la luna en la ventana”
(Ryookan)
Era
una mañana sin nubes, en Benimaclet el aire fresco del mar removía las
primeras hojas secas de los árboles por la acera y el silencio del final
de agosto quedaba roto con el regreso de los coches. Me acerqué a la
parada del autobús y en el alcorque cerca del tronco de un plátano vi el
sobre blanco cerrado con el nombre en grandes letras, LUCIANA FILLOLA,
sin remite. En un primer momento me quedé mirando a mí alrededor por si
alguien se acercaba a recogerlo, pero la acera estaba vacía y en la
parada cercana no había nadie. Me senté en un banco cercano por si el
remitente de la carta volvía a buscarla, me entretuve en buscar
palabras.
Muchas
mañanas al despertar me vienen a la mente palabras que se repiten y que
luego, por así decirlo, de modo inconsciente me paso unos minutos
buscando palabras asociadas, semejantes a la primera. Es como si hubiera
soñado con algo que se resume en la palabra con la que me despierto.
Esa mañana, la palabra que me despertó fue luz, después siguieron
luciérnaga, luciente, lucero, luz-divina, lucio, lustroso, ilustración,
deslucido, enlucido, translúcido, lúcido, lucifer, luego me di la vuelta
y volví a cerrar los ojos, me molestaba la luz que entraba por la
ventana.
Con
el sobre entre los dedos, bien visible, estuve un buen rato esperando
que apareciera el despistado cartero. Se sentó a mi lado un hombre con
cara de aburrido, traje oscuro, camisa blanca y corbata, grandes arrugas
en la frente, boca cansada, miró el sobre y no dijo nada, después de
consultar su teléfono se marchó con paso ligero. Estuve pensando en lo
que podía hacer, además de volver a dejarlo en el alcorque donde estaba;
buscar en la guía telefónica o en Internet a alguien que se llamara
Luciana Fillola, o abrir el sobre y ver si dentro encontraba pistas para
poder hacer llegar la carta a su destinataria. Era como si de pronto
necesitara contactar con una desconocida sin ganas, por un impulso de
ser el mensajero que cierra una historia entre Luciana y su escritor.
En
casa, después de comer, tomé el sobre dispuesto a abrirlo, con
curiosidad pero con la sensación de que estaba a punto de rasgar el
telón de una representación teatral de la que no sabía si era cómica o
trágica. Las nubes habían ocupado todo horizonte urbano, su color
negruzco amenazaba tormenta. En un esfuerzo por retener mi curiosidad
reflexioné sobre los posibles contenidos del sobre, que alguien quería
entregar a esa mujer. Ese alguien podría ser un suicida, un fontanero,
una amiga. La despedida de un posible suicida que quiere llamar la
atención de su madre, amada o vecina; una factura para que se pague la
deuda del fontanero; la receta de una tarta de manzana para su amiga;
una entrada para la ópera, que si yo no entregaba quizás provocara un
drama más o menos importante para la tal Luciana.
Me
acerqué de nuevo al lugar de mi hallazgo y dejé un pequeño letrero en
el árbol que decía: “Hallado un sobre en este alcorque. Quien lo haya
perdido puede llamar al teléfono 96…”, con la vaga ilusión de que el
autor de la carta volviera sobre sus pasos en busca del escrito
extraviado, aunque volver hacia atrás es algo que no se practica mucho.
Recibí
tres llamadas de bromistas aburridos con ganas de perder el tiempo,
pero la última fue un tanto misteriosa. Tenía una voz ronca, respiraba
deprisa y entrecortado, supo contestar a mi pregunta del color del sobre
y la palabra subrayada. Insistió varias veces en que no se me ocurriera
abrirlo y que lo quemara inmediatamente.
Aquella
noche me despertó una tormenta de mucho ruido, poca agua y mucha luz,
no pude volver a dormir pensando en la carta, como si me quemara las
orillas de mi ombligo. Por un momento llegué a pensar que la hoguera se
alzaba laminera hasta el techo abrasando el óleo que pinté a la cabecera
de la cama. En la radio sonaba la Cantata 12 de Bach, el locutor
comentó que en 1723 cuando Juan Sebastian Bach fue trasladado a Leipzig,
sintió tal disgusto por tener que irse de Cöthen que pensó en el
suicidio. Me levanté sobresaltado, aquella carta era la despedida de un
suicida, no tenía otra explicación la llamada misteriosa pidiendo que la
destruyera. Detuve mi soliloquio nocturno al escuchar con admiración el
solo de oboe con el que comienza la cantata, Lloros, lamentos, preocupaciones, temores, y después creo que me amodorré.
Al
levantarme me inundó como en otros despertares las palabras, palabras
repetidas, desaparición, aparecer, parecer, desaparecer, comparecer,
reaparecer, aparición, desesperación.
He
salido de casa decidido a terminar con la tortura de la indecisión.
Dejé el sobre en el alcorque en donde lo encontré y me senté en un banco
cercano a esperar. Las nubes trazan rápidas un reflejo blanquecino en
los charcos de la calzada, por la acera a lo lejos viene rápido un
hombre mayor, no me ve, de improviso con cara de preocupación se acerca
al portal de una librería y se pone a orinar. Recuerdo que Margo Glantz
contaba en algún libro que cuando estuvo por primera vez en Florencia
vio que unos treinta hombres, hace muchos años, orinaban contra la pared
de la sinagoga, un día que llovía. Casi sin darme cuenta una mujer se
ha acercado al árbol y después de comprobar que nadie la veía ha cogido
el sobre y se lo ha metido en el bolso.
La
sigo por la avenida, camina despacio, parece cansada como si viniera de
trabajar, lleva un bolso grande, rojo con muchos cierres, se ha
detenido en un banco de los jardines centrales y abre el sobre con
cuidado, se guarda en el bolso algo y después de leer una hoja de papel
la tira arrugada a una papelera cercana. Se aleja casi corriendo.
Aliso con cuidado la nota de letra ganchuda y de trazo rápida, como escrita por un fugitivo cuyo nombre no puedo descifrar: “Querida
Luciana, Me voy, no sé a donde, pero muy lejos. No me busques, necesito
vivir de otro modo, en otro lugar, con otra gente, no sé… el miedo que
estos días me persigue pienso que desaparecerá como la sombra en día
nublado. No creo en el azar pero he comprado en el bar en donde te
escribo un número de Lotería que te adjunto: 28180. ¿Recuerdas nuestro
28 de enero de 1980? El tiempo ha pasado tan rápido y la memoria lo
arroja todo a la orilla de una playa como las conchas el mar, vacías,
blancas como los huesos de sepia. Besos”
Cuando
leí en el periódico los números premiados de la Lotería, me sentí como
un ladrón despreciable y esta sensación no me abandonó en mucho tiempo.
Quizás Luciana esté esperando el resto de su vida una explicación a la
desaparición del hombre con el que vivía desde 1980, sentirse abandonada
como si todo hubiera sido una mentira mientras el fugitivo, que no
creía en el azar, se siente aliviado por su aclaración epistolar.
La
ciudad se tiñó de negro, el brusco apagón dejó los ruidos de los coches
como el telón de fondo de una noche de insomnio. Las mil posibilidades
que se me presentaban ante aquel pequeño drama humano no me dejaron
dormir, me sentí como el pez que olvidado en el alféizar de la ventana,
una noche de helada, lo recogen al día siguiente congelado en la pecera.
Cientos
de palabras me bombardearon sin piedad toda la noche: pérdida, deseo,
burdo, gélido, maullido, cortesano, apuñalar, represalia, flauta,
deambular, convicto, friso, ninfa, lluvia, espejo, isótopo, fortuna,
arisco, plátano, ahorcado, silencio, asco…
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LA ABUELA DE STEL
El viaje hasta Munich fue
tranquilo, aunque una tormenta de nieve casi nos impide aterrizar y el
miedo ha surgido tenue pero molesto. El viajar siempre me ha sentado
bien, dejar la rutina, el paisaje cotidiano, las caras familiares, la
pesadez de las mismas palabra y además olvidarme de mis padres, de su
afán acaparador, de la amnesia de mi madre y del abandono de mi padre.
Seguro
que en Suecia encontraría trabajo. En la sala de espera conocí a Stel,
una muchacha de Estocolmo que volvía a casa para visitar a su abuela, su
único familiar, que últimamente la tenía preocupada porque decía que un
monstruo llama todos los días a su puerta.
Stel
también es enfermera y quedamos en llamarnos una vez en Estocolmo, para
ver cómo había aterrizado en su país y además podría ayudarme a
encontrar trabajo. Ella vivía en Montpellier, sus ojos negros brillaron
con una expresión de dulzura aniñada al hablarme de la Provenza, de su
luz y del cálido aroma de sus paisajes.
Una
semana después, sin conseguir ningún tipo de trabajo y con el dinero
justo para sobrevivir unos días llamé a Stel. Nos encontramos en el café
Vurma de la calle Gastrikegatan, tenía la cara demacrada y tensa.
Cuando me contó la aventura de su abuela, comprendí la causa de aquel
aspecto.
-Por la mañana fui a ver a mi abuela, después de abrazarme con lágrimas
y sollozos, dijo Stel, me pidió que la llevara lejos de allí porque
todos los días venía un monstruo y no cesaba de gritarle que le abriera
la puerta, aunque ella se escondía en el cuarto de baño a la espera de
que se fuera aquél ser maléfico. El miedo a la muerte en manos de aquel
extraño ser le impedía abrir la puerta. La soledad quizás le haya
afectado y le provoque un sentimiento de temor a la muerte.
-Trate de calmarla con una infusión pero no pudo, estaba muy tensa y
abatida, las venas del cuello inflamadas, la boca despavorida. Al
mediodía llamaron a la puerta.
Mi
abuela me contagio su terror, continuo Stel, con temor abrí la puerta,
era la policía acompañada de un sanitario. A ella la ingresaron en un
centro asistencial y a mi me retuvieron todo un día en comisaría por
abandono de un familiar impedido, prosiguió Stel.
Luego, con la mirada perdida en el caminar de los solitarios paseantes dejó una sonrisa lívida en el aire calido del acogedor café, mientras decía:
– Si tú quieres ya tienes trabajo. Podrías vivir con mi abuela en su
casa y yo me libraré de la pena por abandono de un familiar. No me puedo
quedar en esta ciudad mucho tiempo, me deprimo, tengo que medicarme y
al final siento que casi me muero. Podemos ir ahora mismo a casa y
decidirte si quieres quedarte.
La
oferta no estaba mal, pero aquella sonrisa no rimaba con su mirada. Le
dije que la llamaría, estaba algo confusa con lo que había dejado en mi
casa y lo que se me ofrecía en aquella ciudad de paseantes solitarios.
Aquella sonrisa
lívida posiblemente me salvó. Días más tarde en la televisión
anunciaban la detención de una muchacha, era Stel, que había matado a
una anciana solitaria para robarle.
He encontrado trabajo provisional en una lavandería y ahora voy al cibercafé a escribir esta historia en el blog.
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EL ESPEJO INCIERTO
Cuando
sonó el teléfono Luciana dormía. Lo recuerdo bien porque inició su
personal ronquido, además en ese preciso instante apareció en la
pantalla de mi ordenador un aviso exclamatorio que decía: memoria
insuficiente para iniciar esta aplicación. La aplicación era descargar
un vídeo de Juan José Arreola. Las dos frustraciones influyeron en que
tardara en reconocer su voz atiplada, ni cuando preguntó por ella ni
cuando dijo mi nombre. Tras un largo silencio, al menos eso me pareció,
balbuceó una frase que sonaba a plegaria.
– ¿Puedo volver a veros?
La
luz de la ventana de enfrente se apagó y el inició su relato, no se si
para convencerme o para tranquilizar su amargura que percibía en los
entrecortados suspiros que imaginaba angustiosos.
–
Me fui muy lejos después de romper mi documentación, la agenda y las
etiquetas de mi ropa. Si, también arrojé el reloj y el teléfono móvil al
río. Quería que aquel viaje sin retorno fuera una forma de salir de mi
vida cotidiana que yo mismo me había creado como un enorme redil del que
no podía salir sin hacerme daño y eso es lo que pretendía hacer. Salir
del redil indemne sin estar pendiente de los otros, de los que estaban
cerca, del miedo permanente que agobiaba mis noches, un miedo sin causa,
un miedo a ser imprescindible para los otros, a lo predecible. Después
de diez años creo en el azar y este me ha llevado a volver a marcar el
mismo teléfono de casa, a mirar la fachada de ladrillos del edificio
donde vivimos quince años los tres. La llave de casa siempre la llevé
colgada del cuello.
Cuando
nombró la palabra azar miré la nota que mi madre tenía colgada con un
marquito azul, cerca del sillón donde siempre se sienta.
–
No te preocupes, serás bienvenido, ella lo ha olvidado todo. Los
primeros años leía tu nota de despedida todos los días, luego la colgó
en un marco y te borró de la memoria. Ella ahora no te puede hablar,
descansa, duerme mucho. No hemos cambiado la cerradura de la puerta,
puedes venir cuando quieras, mañana mismo. Yo no estaré, pero te dejaré
una nota en el espejo de la entrada. ¿Recuerdas tu carta de despedida?
“Querida
Luciana, Me voy, no sé a donde, pero muy lejos. No me busques, necesito
vivir de otro modo, en otro lugar, con otra gente, no sé… el miedo que
estos días me persigue pienso que desaparecerá como la sombra en día
nublado. No creo en el azar pero he comprado en el bar en donde te
escribo un número de Lotería que te adjunto: 28180. ¿Recuerdas nuestro
28 de enero de 1980? El tiempo ha pasado tan rápido y la memoria lo
arroja todo a la orilla de una playa como las conchas el mar, vacías,
blancas como los huesos de sepia. Besos”
Ni
siquiera me preguntó sobre la lotería, ni cómo había llegado a nuestro
poder después de haberla extraviado, le fallaba también la memoria o lo
dejaba en el aire como un si fuera un relato abierto por el azar.
A
ella no le dije nada de la llamada, ni de que vendría a casa al día
siguiente a las 11 de la mañana, era inútil. Tomé un papel y escribí una
nota junto a la libreta donde anotaba todas las incidencias de la
enferma, según me indicó el médico de la Seguridad Social.
“Bienvenido
a casa. Ella está con el fisio que viene todos los martes, aunque el te
dará algunas instrucciones te he dejado en una libreta amarilla las
indicaciones más importantes para el buen tratamiento de su enfermedad y
adecuado trato rutinario para que no se inquiete ni lo más mínimo. Si
algún día la ves excitada y nerviosa, casi violenta, ponle la canción Alfonsina y el mar que canta Mercedes Sosa, es lo único que la calma y sosiega.
Yo
me voy, no por huir del redil ni porque tenga miedo a encadenarme a la
figura de una madre con Alzheimer, ni por miedo a reconocer el fracaso
en tu mirada. Quizás yo sea un espejo donde se refleje de un modo
incierto, inconstante, tus propias dudas. Dudas que se despejaran dentro
de un tiempo.
Cerré
la aplicación rebelde del ordenador y busqué en Internet un vuelo a
Estocolmo, era lo más lejano que se me ocurrió para empezar, en aquel
momento, un nuevo relato.
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