29 de marzo de 2025

A RATOS PERDIDOS

 

 Leo los Diarios de Rafael Chirbes:

 

"En cada momento uno anota lo que parece que da respuesta a los interrogantes que lo acucian, a lo que cree que ayuda a construir un amago de respuesta"

 Y como la tortuga que mira en la orilla, indecisa, hacia dónde le empuja el instinto, esperamos la respuesta.



20 de marzo de 2025

INDAGACIÓN


 

 

 "Escribir es la indagación para nombrar lo que no puede nombrarse, un intento, un acercamiento a lo que aún no ha sido dicho.

(Rafael Chirbes)

11 de febrero de 2025

PESSOANA 1


 

 "No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo" Fernando Pessoa.


 

23 de enero de 2021

HABLAR, ESCRIBIR. MEJOR RODAR

 Recoger imágenes del lugar en que te encuentras, como el coleccionista, para luego mirarlas y recordar el tiempo que viviste esos instantes cuando hablaste con otros y luego todo lo escribes en un cuaderno...

Ahora con los teléfonos y con ayuda de Internet todo es instantáneo que no da tiempo a recordarlo. Y como recordar las imágenes de cine que te impactaron...





31 de agosto de 2020

Je le récite


Con esta frase Michel de Montaigne mostraba su empeño en alejarse de los autores que escribían para enseñar. Todo lo contrario a los "comunicadores" de hoy empeñados en amaestrar a sus lectores, sea del medio que sea, con sus palabras aleccionadoras con el ruido de fondo de la moda vigente.

P. Quignard en el poema que lee, alaba a todo aquello grandioso o pequeño que nos rodea  y que no habla. Alabanza del silencio, con solo contemplar lo que nos anima a seguir maravillados con la vida y sus vivencias, lejos del vacío que nos hemos dado.

30 de marzo de 2020

PANDEMIA. 46020-5

Recluidos como estamos, cada uno busca en su mundo todo lo que puede ayudarle a seguir vivo humanamente, sin pensar como siempre en los que están sufriendo el dolor y el desamparo. Si antes no los "veíamos" ahora menos, y el sufrimiento ajeno aún pasa más desapercibido.

Hoy he sacado mi caja de pinturas y de forma totalmente inconsciente esto es lo que me ha salido, dos versiones de un paisaje con personaje tumbado. O ¿tenía que que ser más activo?

Añoranza de naturaleza y de mantener desvelado el interior que la vida ajetreada no nos permite obseervar.





MICRORRELATOS









LA CAMISA DEL LEÑADOR


Cuando el lobo entró en casa de la abuelita, ella planchaba una camisa de cuadros. El lobo se puso la camisa del leñador y después se comió a la abuela.

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DESLUNADO
Se desenamoró de ella. Bajó del árbol despacio y contento. Ella quedó colgada en el cielo negro.
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EL HOMBRE DL LAGO
Antaño era tronco de higuera, inútil leño, cuando un artesano,
dudoso si hacer un escabel o un Príapo, eligió que fuese un dios…” (Horacio)
Todas las mañanas un hombre sale a pescar, siempre a la misma hora. En la orilla, sentado junto a un pino negro lanza el sedal con fuerza. El anzuelo se hunde lejos. Algunos días un perro de pastor se sienta a su lado, no ladra, mira las aguas tranquilas del lago y se va con el aire que sopla al atardecer en el valle.
El hombre siempre vuelve a casa con la cesta vacía. Saluda a su vecino que trabaja en el jardín y entra silencioso en casa. Coge un cuaderno de tapas negras y se sienta en su sillón orejero. Así todos los días, lee, piensa y escribe, cuando no mira el pino negro del lago desde la ventana del salón.
Un día de primavera cayó una gran tormenta, el hombre no volvió del lago, nadie salió a buscarlo. Su vecino pensó que se había ido igual que vino hace cinco años: en silencio. Desde entonces el perro acude todas las mañanas y debajo del mismo árbol a la orilla del lago, mira el punto en donde se hundió el anzuelo aquel día de tormenta.
Meses más tarde, en el sillón del salón de la casa vacía, el nuevo habitante encontró el cuaderno manuscrito. Comenzó a leer atraído por su título:

Apuntes del exilio.-

1.- Poco ha cambiado la calle. Desde hace 20 años lo único diferente son los plátanos, ahora otoñales, y las aceras más sucias por los perros. Los mismos amaneceres que se transforman del negro al rojo y del malva al azul mientras mis pasos cortos taconean por las silenciosas baldosas. Las casas con sus ventanas cerradas, impasibles al frío, enturbian su mirada con el reflejo gris anaranjado del amanecer urbanizado. Aquel amanecer fue diferente, no acudí a la oficina. Subí al tren sin billete, rompí todos los documentos que tenía en la cartera, miré por la ventanilla el paisaje plano casi sin luz y me dormí.
2.- Tumbado ahora bajo el pino negro, todavía no me explico cómo pude llegar a este pequeño lago de los Pirineos. Ha sido un largo viaje que duró más de 20 años y que no sé si ha terminado. Resecas en el recuerdo, como las hojas del limonero frente a mi antigua casa, quedaron las mentiras, los amores silenciosos, las corrupciones del trabajo, la cálida niñez con sabañones. Miro mi tosco muñecote de madera, que he tallado como un Baselitz, sonriente y priapesco
3.- Ahora me siento diferente porque ya no deseo, y a pesar de que toda persona lleva en sí un deseo supremo que nunca se hará realidad, siento que el tiempo fluye como algo propio, sin anclajes ni cadenas que otros te ofrecen para que encalles siempre en el mismo puerto, rodeado de las mismas naves, bajo el ímpetu del mismo viento.
4.- Todo transcurre bajo el imperativo de la transformación que inicia el sol cada mañana. Son los minutos más imprescindibles, el despertar, cuando la cara verde del monte se ilumina y los pinos tiemblan con sus risas contenidas. Mis piernas se estiran y de lado levantan sin queja mi cuerpo aun dormido, sin prisas, con frío y pereza. Todo acontece sin brusquedades ni roturas reflejo de la superficie plateado del lago, profundo, muy profundo que ha nadie engaña.
5.- Las únicas visitas que vienen a esta orilla del lago son las de excursionistas domingueros. Sueltan sus frases de admiración, sus ofrendas excrementosas y se van con pena, antes de desandar la pedregosa subida. El mes pasado empezaron los sobresaltos matutinos, cuando aparecía en el lago, sentada en la roca negra, con su pelo verde y mojado: la mujer de Kioto.
6.- El mundo arroja, en este paraje perdido de los Pirineos, sus residuos sin apenas detenerse. El mundo de los que van deprisa a todo, de los que sienten la necesidad imperiosa de expresar su vida a golpe de deseos y frustraciones. Ese mundo de deseos también deja su fiemo. Ayer junto al bosque de abetos, cerca del sendero que lleva al pueblo, descubrí el cadáver congelado de otro inmigrante. El también creyó encontrar la libertad en el tren de aterrizaje de algún avión de los que llegan y se van, en época de recogida de frutas.
7.- Desde que apareció la mujer de Kioto, no sé su nombre, acudo cada vez más temprano al lago con mis anzuelos y cebos. Ella mira cuanto hago y mueve su melena al aire, como si estuviese mojada. Su silencio no provoca inquietud ni ganas de romperlo, insinúa una historia que no quiere compartir con nadie. En los movimientos de sus manos al aire, siempre manchadas de barro, se adivinan formas quietas de pequeñas figuras mágicas.
8.- Me gustan las tormentas con mucha luz y con más ruido, son momentos para vivir nuestra fragilidad, que viene de la nada y va a la nada. Frágil como el paseo de un cristal antiguo con burbujas, entre una multitud de hombres airados con piedras en los bolsillos.
9.- La mujer de Kioto aparece siempre entre recuerdos de rayos y temblores de cantera dinamitada, con los soplidos del bosque horrorizado por la lejana tormenta. Y yo la miro alegre por su forma de caminar, entre las figuras de peces que coloca a sus pies y el silencio agudo de los picos que nos contemplan. Me ha preguntado por el nombre de la montaña del este y le he ofrecido una taza de te Sencha. Tiene una voz muy aguda, casi apenas sabe entrelazar los significados de las palabras que susurra. Me dice que aprendió español en una academia de Zaragoza y gracias al esfuerzo de un hombre que lloraba cuando sonaban los tambores en los desfiles religiosos de su pueblo, en honor del torturado y ajusticiado que agonizó en medio de una tormenta primaveral. Me habla de la esperanza, de la naturaleza, de las ciudades y de la soledad.
La mujer de Kioto me contó su historia, al amanecer, cuando su pelo verde era más gris que las aguas del lago y yo luchaba por recordar cómo había venido a parar a mi cama, aún caliente, ella y su pez sonriente de madera de boj…”
El nuevo habitante de la casa dejó aquellos apuntes sobre la mesa de nogal. Se paseó por las habitaciones, en la mesilla del dormitorio encontró el pez de madera, con esa pátina amarillenta que el tiempo abrillanta y que cubre también todos los muebles y objetos de la casa. Era una figura muy simple, el pez de cabeza abombada, los ojos rasgados, y con unas escamas muy resaltadas que le daban un aspecto de fiereza y fortaleza dentro de su apariencia delicada. Por un momento le recordó algún grabado erótico del reinado de Kangxi en China.
Bajará al pueblo cuando termine de leer el cuaderno y preguntará si conocen a la mujer de Kioto, quizás ella le pueda hablar del hombre que habitó en aquella casa del lago los últimos años. Esa mujer que supo llenar las horas vacías del solitario habitante con su pintura, su danza y su perfume de mirto, puede ayudarle a encontrar el muñecote de madera tallada. En el lago ya no hay peces, al atardecer un olor intenso y picante destroza cualquier mirada del paisaje fresco

Antes de ir al pueblo se acercó paseando, como si quisiera recuperar los paseos del anterior inquilino, a la gran roca que hay junto a un pino negro, donde los mirlos hacen su nido con cintas magnetofónicas. Allí encontró cientos de figuritas de barro en forma de peces. Peces de diferentes tamaños y colores que sólo una imaginación inquieta, fértil y desligada de la furia de las ciudades pudo alumbrar en aquel lago de los Pirineos, ahora estéril.

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DESDE LA VENTANA

Desde la ventana la mujer miraba distraída la calle mojada. Los coches pasaban despacio porque un camión de la recogida de basuras bloqueaba uno de los carriles. Nadie tocaba el claxon, como si quisieran respetar el sueño de los vecinos en aquel amanecer frío y lluvioso.

Después de desayunar dieron un paseo por las calles cercanas, uno más como todos los días, pasear para no quedarse quietos en casa. El hombre tomaba con delicadeza el brazo de la mujer sin esperar ninguna mirada ni palabra de aquel rostro entumecido, sin brillo y mudo. Al torcer la esquina de la calle Mistral comenzó a caer una lluvia espesa pero suave, la pareja no dejó su paso cansino y siguió por la acera desierta.

Conforme la lluvia aumentaba, la mujer observó cómo las plantas de los alcorques iniciaban su particular primavera de un modo veloz, los árboles lanzaron sus ramas repletas de hojas al aire, las hierbas brotaron de entre las rendijas del baldosado de las aceras con fuerza. Arbustos leñosos se apoderaban de la calzada y la lluvia arreciaba con violencia. Parecía que cuanta más lluvia caía sobre la calle más violento era el crecimiento de la vegetación que ya cubría toda la calzada.

Los coches se elevaban, entre ramas de naranjos, por encima de la cabeza de los viandantes que asustados corrían por la calle del tranvía a trompicones entre malezas y torrentes de agua salvaje. De todas las calles se oían gritos, bocinas de coches, el retumbar de la lluvia en la selva de árboles y arbustos leñosos.
Todo aquello no inmutó a la mujer ni al hombre que la tomaba amorosamente del brazo. Después ella notó un hormigueo en los brazos y en las piernas que se palpó sin que cesara el molesto cosquilleo. Se hizo más inquietante cuando ella sintió que se esparcía por toda la piel de su cuerpo, y no sabía si era por el agua que le empapaba el abrigo, o por el agua que le corría por las piernas.
Los ojos se le llenaron de espanto cuando al mirarse las manos vio que entre las uñas nacían como unos zarcillos de vid que crecían sin parar, también los dedos y brazos se cubrían de hojitas verdes, mojadas, brillantes casi doradas. Comenzó a agitarse angustiada por el horror de que su cuerpo estuviera transformándose en una vid. Una cepa andante, vestida con un abrigo verde, de la que sobresalían dos grandes brazos leñosos preñados de racimos de uva brillante y dorada.
Al entrar en la habitación el hombre comprendió los quejidos y balbuceos agitados de Luciana que yacía en la cama. Movía los brazos al aire con los ojos cerrados, palpándose luego las piernas mojadas.

-Luciana despierta, tranquila ha sido una pesadilla. Ven levántate, llueve mucho, verás la calle cortada porque el viento ha derribado un naranjo.
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LUCIANA FILLOLA
Solo una cosa
ha dejado el ladrón:
la luna en la ventana”
(Ryookan)
Era una mañana sin nubes, en Benimaclet el aire fresco del mar removía las primeras hojas secas de los árboles por la acera y el silencio del final de agosto quedaba roto con el regreso de los coches. Me acerqué a la parada del autobús y en el alcorque cerca del tronco de un plátano vi el sobre blanco cerrado con el nombre en grandes letras, LUCIANA FILLOLA, sin remite. En un primer momento me quedé mirando a mí alrededor por si alguien se acercaba a recogerlo,  pero la acera estaba vacía y en la parada cercana no había nadie. Me senté en un banco cercano por si el remitente de la carta volvía a buscarla, me entretuve en buscar palabras.
Muchas mañanas al despertar me vienen a la mente palabras que se repiten y que luego, por así decirlo, de modo inconsciente me paso unos minutos buscando palabras asociadas, semejantes a la primera. Es como si hubiera soñado con algo que se resume en la palabra con la que me despierto. Esa mañana, la palabra que me despertó fue luz, después siguieron luciérnaga, luciente, lucero, luz-divina, lucio, lustroso, ilustración, deslucido, enlucido, translúcido, lúcido, lucifer, luego me di la vuelta y volví a cerrar los ojos, me molestaba la luz que entraba por la ventana.
Con el sobre entre los dedos, bien visible, estuve un buen rato esperando que apareciera el despistado cartero. Se sentó a mi lado un hombre con cara de aburrido, traje oscuro, camisa blanca y corbata, grandes arrugas en la frente, boca cansada, miró el sobre y no dijo nada, después de consultar su teléfono se marchó con paso ligero. Estuve pensando en lo que podía hacer, además de volver a dejarlo en el alcorque donde estaba; buscar en la guía telefónica o en Internet a alguien que se llamara Luciana Fillola, o abrir el sobre y ver si dentro encontraba pistas para poder hacer llegar la carta a su destinataria. Era como si de pronto necesitara contactar con una desconocida sin ganas, por un impulso de ser el mensajero que cierra una historia entre Luciana y su escritor.
En casa, después de comer, tomé el sobre dispuesto a abrirlo, con curiosidad pero con la sensación de que estaba a punto de rasgar el telón de una representación teatral de la que no sabía si era cómica o trágica. Las nubes habían ocupado todo horizonte urbano, su color negruzco amenazaba tormenta. En un esfuerzo por retener mi curiosidad reflexioné sobre los posibles contenidos del sobre, que alguien quería entregar a esa mujer. Ese alguien podría ser un suicida, un fontanero, una amiga. La despedida de un posible suicida que quiere llamar la atención de su madre, amada o vecina; una factura para que se pague la deuda del fontanero; la receta de una tarta de manzana para su amiga; una entrada para la ópera, que si yo no entregaba quizás provocara un drama más o menos importante para la tal Luciana.
Me acerqué de nuevo al lugar de mi hallazgo y dejé un pequeño letrero en el árbol que decía: “Hallado un sobre en este alcorque. Quien lo haya perdido puede llamar al teléfono 96…”, con la vaga ilusión de que el autor de la carta volviera sobre sus pasos en busca del escrito extraviado, aunque volver hacia atrás es algo que no se practica mucho.
Recibí tres llamadas de bromistas aburridos con ganas de perder el tiempo, pero la última fue un tanto misteriosa. Tenía una voz ronca, respiraba deprisa y entrecortado, supo contestar a mi pregunta del color del sobre y la palabra subrayada. Insistió varias veces en que no se me ocurriera abrirlo y que lo quemara inmediatamente.
Aquella noche me despertó una tormenta de mucho ruido, poca agua y mucha luz, no pude volver a dormir pensando en la carta, como si me quemara las orillas de mi ombligo. Por un momento llegué a pensar que la hoguera se alzaba laminera hasta el techo abrasando el óleo que pinté a la cabecera de la cama. En la radio sonaba la Cantata 12 de Bach, el locutor comentó que en 1723 cuando Juan Sebastian Bach fue trasladado a Leipzig, sintió tal disgusto por tener que irse de Cöthen que pensó en el suicidio. Me levanté sobresaltado, aquella carta era la despedida de un suicida, no tenía otra explicación la llamada misteriosa pidiendo que la destruyera. Detuve mi soliloquio nocturno al escuchar con admiración el solo de oboe con el que comienza la cantata, Lloros, lamentos, preocupaciones, temores, y después creo que me amodorré.
Al levantarme me inundó como en otros despertares las palabras, palabras repetidas, desaparición, aparecer, parecer, desaparecer, comparecer, reaparecer, aparición, desesperación.
He salido de casa decidido a terminar con la tortura de la indecisión. Dejé el sobre en el alcorque en donde lo encontré y me senté en un banco cercano a esperar. Las nubes trazan rápidas un reflejo blanquecino en los charcos de la calzada, por la acera a lo lejos viene rápido un hombre mayor, no me ve, de improviso con cara de preocupación se acerca al portal de una librería y se pone a orinar. Recuerdo que Margo Glantz contaba en algún libro que cuando estuvo por primera vez en Florencia vio que unos treinta hombres, hace muchos años, orinaban contra la pared de la sinagoga, un día que llovía. Casi sin darme cuenta una mujer se ha acercado al árbol y después de comprobar que nadie la veía ha cogido el sobre y se lo ha metido en el bolso.
La sigo por la avenida, camina despacio, parece cansada como si viniera de trabajar, lleva un bolso grande, rojo con muchos cierres, se ha detenido en un banco de los jardines centrales y abre el sobre con cuidado, se guarda en el bolso algo y después de leer una hoja de papel la tira arrugada a una papelera cercana. Se aleja casi corriendo.
Aliso con cuidado la nota de letra ganchuda y de trazo rápida, como escrita por un fugitivo cuyo nombre no puedo descifrar: “Querida Luciana, Me voy, no sé a donde, pero muy lejos. No me busques, necesito vivir de otro modo, en otro lugar, con otra gente, no sé… el miedo que estos días me persigue pienso que desaparecerá como la sombra en día nublado. No creo en el azar pero he comprado en el bar en donde te escribo un número de Lotería que te adjunto: 28180. ¿Recuerdas nuestro 28 de enero de 1980? El tiempo ha pasado tan rápido y la memoria lo arroja todo a la orilla de una playa como las conchas el mar, vacías, blancas como los huesos de sepia. Besos”
Cuando leí en el periódico los números premiados de la Lotería, me sentí como un ladrón despreciable y esta sensación no me abandonó en mucho tiempo. Quizás Luciana esté esperando el resto de su vida una explicación a la desaparición del hombre con el que vivía desde 1980, sentirse abandonada como si todo hubiera sido una mentira mientras el fugitivo, que no creía en el azar, se siente aliviado por su aclaración epistolar.
La ciudad se tiñó de negro, el brusco apagón dejó los ruidos de los coches como el telón de fondo de una noche de insomnio. Las mil posibilidades que se me presentaban ante aquel pequeño drama humano no me dejaron dormir, me sentí como el pez que olvidado en el alféizar de la ventana, una noche de helada, lo recogen al día siguiente congelado en la pecera.
Cientos de palabras me bombardearon sin piedad toda la noche: pérdida, deseo, burdo, gélido, maullido, cortesano, apuñalar, represalia, flauta, deambular, convicto, friso, ninfa, lluvia, espejo, isótopo, fortuna, arisco, plátano, ahorcado, silencio, asco… 
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LA ABUELA DE STEL
El viaje hasta Munich fue tranquilo, aunque una tormenta de nieve casi nos impide aterrizar y el miedo ha surgido tenue pero molesto. El viajar siempre me ha sentado bien, dejar la rutina, el paisaje cotidiano, las caras familiares, la pesadez de las mismas palabra y además olvidarme de mis padres, de su afán acaparador, de la amnesia de mi madre y del abandono de mi padre.
Seguro que en Suecia encontraría trabajo. En la sala de espera conocí a Stel, una muchacha de Estocolmo que volvía a casa para visitar a su abuela, su único familiar, que últimamente la tenía preocupada porque decía que un monstruo llama todos los días a su puerta.
Stel también es enfermera y quedamos en llamarnos una vez en Estocolmo, para ver cómo había aterrizado en su país y además podría ayudarme a encontrar trabajo. Ella vivía en Montpellier, sus ojos negros brillaron con una expresión de dulzura aniñada al hablarme de la Provenza, de su luz y del cálido aroma de sus paisajes.
Una semana después, sin conseguir ningún tipo de trabajo y con el dinero justo para sobrevivir unos días llamé a Stel. Nos encontramos en el café Vurma de la calle Gastrikegatan, tenía la cara demacrada y tensa. Cuando me contó la aventura de su abuela, comprendí la causa de aquel aspecto.
-Por la mañana fui a ver a mi abuela, después de abrazarme con lágrimas y sollozos, dijo Stel, me pidió que la llevara lejos de allí porque todos los días venía un monstruo y no cesaba de gritarle que le abriera la puerta, aunque ella se escondía en el cuarto de baño a la espera de que se fuera aquél ser maléfico. El miedo a la muerte en manos de aquel extraño ser le impedía abrir la puerta. La soledad quizás le haya afectado y le provoque un sentimiento de temor a la muerte.
-Trate de calmarla con una infusión pero no pudo, estaba muy tensa y abatida, las venas del cuello inflamadas, la boca despavorida. Al mediodía llamaron a la puerta.
Mi abuela me contagio su terror, continuo Stel, con temor abrí la puerta, era la policía acompañada de un sanitario. A ella la ingresaron en un centro asistencial y a mi me retuvieron todo un día en comisaría por abandono de un familiar impedido, prosiguió Stel.
Luego, con la mirada perdida en el caminar de los solitarios paseantes dejó una sonrisa lívida en el aire calido del acogedor café, mientras decía:
– Si tú quieres ya tienes trabajo. Podrías vivir con mi abuela en su casa y yo me libraré de la pena por abandono de un familiar. No me puedo quedar en esta ciudad mucho tiempo, me deprimo, tengo que medicarme y al final siento que casi me muero. Podemos ir ahora mismo a casa y decidirte si quieres quedarte.
La oferta no estaba mal, pero aquella sonrisa no rimaba con su mirada. Le dije que la llamaría, estaba algo confusa con lo que había dejado en mi casa y lo que se me ofrecía en aquella ciudad de paseantes solitarios.
Aquella sonrisa lívida posiblemente me salvó. Días más tarde en la televisión anunciaban la detención de una muchacha, era Stel, que había matado a una anciana solitaria para robarle.
He encontrado trabajo provisional en una lavandería y ahora voy al cibercafé a escribir esta historia en el blog.
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EL ESPEJO INCIERTO
Cuando sonó el teléfono Luciana dormía. Lo recuerdo bien porque inició su personal ronquido, además en ese preciso instante apareció en la pantalla de mi ordenador un aviso exclamatorio que decía: memoria insuficiente para iniciar esta aplicación. La aplicación era descargar un vídeo de Juan José Arreola. Las dos frustraciones influyeron en que tardara en reconocer su voz atiplada, ni cuando preguntó por ella ni cuando dijo mi nombre. Tras un largo silencio, al menos eso me pareció, balbuceó una frase que sonaba a plegaria.
– ¿Puedo volver a veros?
La luz de la ventana de enfrente se apagó y el inició su relato, no se si para convencerme o para tranquilizar su amargura que percibía en los entrecortados suspiros que imaginaba angustiosos.
– Me fui muy lejos después de romper mi documentación, la agenda y las etiquetas de mi ropa. Si, también arrojé el reloj y el teléfono móvil al río. Quería que aquel viaje sin retorno fuera una forma de salir de mi vida cotidiana que yo mismo me había creado como un enorme redil del que no podía salir sin hacerme daño y eso es lo que pretendía hacer. Salir del redil indemne sin estar pendiente de los otros, de los que estaban cerca, del miedo permanente que agobiaba mis noches, un miedo sin causa, un miedo a ser imprescindible para los otros, a lo predecible. Después de diez años creo en el azar y este me ha llevado a volver a marcar el mismo teléfono de casa, a mirar la fachada de ladrillos del edificio donde vivimos quince años los tres. La llave de casa siempre la llevé colgada del cuello.
Cuando nombró la palabra azar miré la nota que mi madre tenía colgada con un marquito azul, cerca del sillón donde siempre se sienta.
– No te preocupes, serás bienvenido, ella lo ha olvidado todo. Los primeros años leía tu nota de despedida todos los días, luego la colgó en un marco y te borró de la memoria. Ella ahora no te puede hablar, descansa, duerme mucho. No hemos cambiado la cerradura de la puerta, puedes venir cuando quieras, mañana mismo. Yo no estaré, pero te dejaré una nota en el espejo de la entrada. ¿Recuerdas tu carta de despedida?
Querida Luciana, Me voy, no sé a donde, pero muy lejos. No me busques, necesito vivir de otro modo, en otro lugar, con otra gente, no sé… el miedo que estos días me persigue pienso que desaparecerá como la sombra en día nublado. No creo en el azar pero he comprado en el bar en donde te escribo un número de Lotería que te adjunto: 28180. ¿Recuerdas nuestro 28 de enero de 1980? El tiempo ha pasado tan rápido y la memoria lo arroja todo a la orilla de una playa como las conchas el mar, vacías, blancas como los huesos de sepia. Besos”
Ni siquiera me preguntó sobre la lotería, ni cómo había llegado a nuestro poder después de haberla extraviado, le fallaba también la memoria o lo dejaba en el aire como un si fuera un relato abierto por el azar.
A ella no le dije nada de la llamada, ni de que vendría a casa al día siguiente a las 11 de la mañana, era inútil. Tomé un papel y escribí una nota junto a la libreta donde anotaba todas las incidencias de la enferma, según me indicó el médico de la Seguridad Social.
Bienvenido a casa. Ella está con el fisio que viene todos los martes, aunque el te dará algunas instrucciones te he dejado en una libreta amarilla las indicaciones más importantes para el buen tratamiento de su enfermedad y adecuado trato rutinario para que no se inquiete ni lo más mínimo. Si algún día la ves excitada y nerviosa, casi violenta, ponle la canción Alfonsina y el mar que canta Mercedes Sosa, es lo único que la calma y sosiega.
Yo me voy, no por huir del redil ni porque tenga miedo a encadenarme a la figura de una madre con Alzheimer, ni por miedo a reconocer el fracaso en tu mirada. Quizás yo sea un espejo donde se refleje de un modo incierto, inconstante, tus propias dudas. Dudas que se despejaran dentro de un tiempo.
Yo no te dejo del todo, sabrás de mí a través del blog que escribo que he iniciado estos días: http://www.elespejoincierto.blogspot.com
Cerré la aplicación rebelde del ordenador y busqué en Internet un vuelo a Estocolmo, era lo más lejano que se me ocurrió para empezar, en aquel momento, un nuevo relato.
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29 de marzo de 2020

PANDEMIA. 46020-4




Leo Pequeños tratados II de Pascal Quignard. Reflexiones y palabras prendidas de citas poéticas de la literatura  desde la Grecia clásica al siglo XIX de Francia.

Viendo estos días el problema logístico que se ha creado por la acumulación de cadáveres, sobre todo en las residencias de mayores,  y el confinamiento, pienso en la inquietud y zozobra que tendrán los allegados de los fallecidos con la inhumana situación de no poder velarlos. En la Roma de Ovidio era un horror que un ser querido falleciera lejos o ahogado  y no pudiera tener la ceremonia que se merecía, por eso en el rio Tiber las vestales lanzaban muñecos de paja ( stramineos quirites) en dirección a los dioses.

"Si ocurría que un hombre no tuviera sepultura, su alma no estaba apaciaguada. Poniéndose de su lado, el más allá lanza una guerra contra lo vivo. " Al no tener honras fúnebres la família del muerto era una família funesta.

Ovidio escribió un poema elegíaco,  Tristia,  cuando lo desterraron a Tomis a orillas del Danubio. Me queda la esperanza de poder leer un libro con las palabras inquietantes de un confinado, desterrado, del año 2020 en Zaragoza, Logroño, Valencia...

25 de marzo de 2020

PANDEMIA. 46020-4



Es tiempo de ventanas, mudas siluetas encerradas como el voyeur somnoliento.

La angustia es no saber cuándo acabará este encierro kafkiano que nos ha tocado vivir, pero la poesía de seguir vivo no nos la ha borrado nadie.

Pavese decía:

Cada día el silencio de la habitación solitaria
se cierra sobre el leve chapoteo de los gestos,
como el aire. Cada día, la breve ventana
se abre inmóvil al aire que calla. La voz
ronca y dulce no regresa en el fresco silencio.

(Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908- Turín, 1950), "Lavorare stanca", Poesie, Mondadori, Milán, 1969. Versión de Jorge Aulicino)

21 de marzo de 2020

PANDEMIA. 46020-3

Hoy he rebuscado en una caja negra de zapatos entre  papeles y  viejas fotografías, y he encontrado esta acuerala surealista.



En esta pequeña acuarela de 1971 mostraba mi fascinación por Paris. En estos días de clausura y recogimiento, esta ciudad es la que me mantiene más ilusionado por volver a pasear por la Île de la Cité y el Boulevard de S. Germain.

Recuerdos melancólicos atrapados en un dibujo de hace más de 48 años.

Una y otra vez he sabido lo que es la duración;
al empezar la primavera, junto a la Fontaine Sainte-Marie;
en el viento de la noche, junto a la Porte d'Auteuil;
en el sol de verano del Karst;
volviendo a casa, de buena mañana, después de una unión.

Esta duración, ¿qué era?
¿Era un lapso de tiempo?
¿Algo mensurable? ¿Una certeza?
No, la duración era un sentimiento,
el más efímero de todos los sentimientos

(Peter Handke, La duración. Ed. Lumen1991)





19 de marzo de 2020

PANDEMIA.46020-2




- En qué piensas Pablo?

- En el agujero

- Siempre piensas en lo mismo?

-No, que va. A veces siento que no soy pintor, ni millonario, ni amador, ni cantor, ni poeta, ni artesano, ni tapicero, ni bailador, ni comunista, me siento eso... Un punzón haciendo y rellenando agujeros en la imaginación de todo lo que me rodea, empezando por el que ahora lee esto.

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Escrito en un cuaderno de hace 20 años, lo releo estos días de encierro y me es difícil imaginar la trascendencia del grandioso agujero que estamos viviendo y los que lo intentan lo hacen sentados ante una hoja de cálculo imaginando su destino. Como diría Pascal Quignard, las "Moiras" tienen mucho trabajo estos días sobre todo Átropos.


18 de marzo de 2020

PANDEMIA. 46020-1





En este tiempo de clausura, además de hacer pasillo como dice un amigo, uno se acerca a su pequeña biblioteca y rescata del olvido los libros que un ayer lejano compró y leyó con entusiasmo.

Este de G. Grass es además una magnífica invitación a coger las acuarelas también olvidadas.

Sirva esta primera entrada sobre la pandemia 2020  para animar a los poquitos que me leen que los libros no nos olvidan.